En el corazón de las lejanas tierras del norte, dos siglos transcurrieron entre lunas y soles. Sobre un gran tumulto de piedras, en medio de una planicie, se admiraba una figura de movimientos gráciles y murmullos en otra lengua.
Su mayor logró en ese lapso, fueron remolinos sibilantes que, unos metros más allá, se desvanecían.
Esto encolerizaba a la solitaria habitante de día; se la escuchaba maldecir a un gato. De noche, a la luz de las fogatas cuyas llamas de aspecto sanguinolento la rodeaban, practicaba toda clase de hechicería con la que juró vengarse de él.
Pronto tuvo de compañía a un par de gigantes que la reconocieron, y estos, aún con su torpeza, fueron corriendo la voz sobre su venida. Tenían cuidado en el día, no fuera que los ecos de su voz rebotaran en lugares habitados por bondadosas creaturas que les asqueaban, así que charlaban con las ratas gordas y sucias de las cuevas para encaminar la noticia.
Minotauros de ojos rojizos, enanos negros, orcos de bocas deformes y animales parlantes se habían convertido a ella.
Le siguieron una parvada de arpías, con los ojos atravesados por cicatrices, que hacían sobrevuelos sobre los valles al sur de Ettin, y algunas, llegaron a avistar Cair Paravel.
A éstas, se les concedió el crédito de haber convencido a algunas creaturas y árboles, que más tarde les sirvieron de escondite para espiar.
De día, tales arboledas parecían completamente normales, mas, por la noche, se gozaban de los susurros de la dama en el Cúmulo Rocoso que llegaban hasta ellos. Bajo tierra, sus raíces comenzaron a conectarse. Bien pronto dejaron de posarse sobre ellos los tiernos animales de Narnia. La hierba común cesó de florecer a sus alrededores, y las dríades que vivían por ahí, se sumieron en un profundo sueño con sus árboles de origen antes de ser contaminados, aunque no sabían explicarse porqué.
La comunidad atraída por la magia oscura y los encantos de la mujer, se congregó cada noche, y la bruja se hizo más fuerte.
Se les unió, por entonces, una manada de lobos enormes, cuyas voces parecían provenir de sepulcros, haciendo erizar la piel de quien tuvieran cerca. Sus ojos albinos, en contraste con sus oscuros pelajes, intimidaban menos que sus largos colmillos.
—Al oeste, mi señora —dijo la voz del lobo alfa—, hay un lugar en el que podrías levantar un palacio.
—¿Y cuál sería mi ventaja? —cuestionó la bruja.
—Una prisión, milady.
Ambos cruzaron miradas, y sonrieron de modo malévolo. Le agradaba el lobo. El coro de conjuros elevados al cielo en luna nueva, sin estrellas, envolvió de siniestra satisfacción a Jadis, en comunión con los aullidos de los lobos.
Su creciente ejército realizó preparativos; todos marcharon a las tierras del noroeste de Narnia.
Jadis vio bien asentar ahí su futuro reinado, y conforme sentía que su magia volvía a ser la de antes, convocó una asamblea: era menester realizar un sacrificio.
Los lobos, las arpías y demás animales veloces, recorrieron las inmediaciones en busca de una presa: hallaron una liebre que huía de una serpiente.
Ésta última, al toparse con los secuaces de Jadis, se arrastró con todo su verdoso ser a llamar a las más dispuestas: largas y escurridizas, con sus ojos amarillentos.
—¡Esta noche, mis súbditos, yo, Jadis, descendiente Jinn, antigua soberana de Charn y poseedora del gran poder de la Magia Oscura... HE VUELTO!
El clan vitoreó y sonaron los tambores. Una brisa gélida rozó el rostro de la bruja, y, de repente, se instaló el silencio.
Las llamas de la hoguera preparada bajaron su intensidad, y Jadis, con la barbilla cerca del pecho y los ojos hacia arriba, torció los labios, deseosa.
No estaban solos. A su alrededor, seres amorfos y salvajes, acompañados de unas sombras retorcidas, se acercaron a la bruja: wooses y afreets.
Reverenciaron a la bruja, y luego, uno tomó la palabra:
—Majestad, mi legión está a tu servicio. —Jadis asintió en agradecimiento— Antes de su rito, majestad, ponemos a su disposición un hechizo.
Éste, consistía en un encantamiento antiguo, que, por medio de un sacrificio, daba a su creador un arma de gran poder.
Los tambores sonaron y los wooses comenzaron una danza. La hoguera, que había menguado, ardió nuevamente, vigorosa, y los afreets refrescaron la memoria de Jadis; ella recordó esa magia. Ellos, a su vez, repetían en otra lengua enunciados que desequilibrarían cualquier mente sana. Sus vocecillas cantarinas, helaban la piel, e incluso, hubo animales que se alejaban de ellos.
Cuando el estupor del conjuro se apoderó de sus mentes, todos empezaron a realizar brincos, ora en una pierna, ora en otra, como posesos. Los aullidos lobeznos eran lastimeros y las aves volaban en círculos.
Jadis se enajenó en la atmósfera, y gritó con las venas resaltadas: ¡ORMTHÍí!
La liebre, tomada por sorpresa, soltó un inaudible chillido, y cuando la sangre
corrió por la tabla de ofrecimiento, ésta comenzó a escarcharse y un extraño báculo con punta de lanza empezó a materializarse. Parecía hecho de hielo, y, al poner la bruja sus manos encima de él, se sintió plena de algo que codiciaba desde siglos atrás: poder.
El ejército enloqueció, los depredadores se pelearon por la insignificante presa que yacía sobre la tabla. Las aves piaron escandalosamente; la luna quedó eclipsada por grandes nubes púrpura y la temperatura descendió sin piedad.
Estaba hecho.
Los planes estaban cimentados; los astros, alineados a su favor; la conquista, a una batalla. El número era superior, por ello, no cupo dudas del triunfo.
Y, aun cuando el tiempo en el mundo mágico discurre distinto al de nuestro mundo, ocho siglos de destierro habían valido la pena.
Jadis se felicitó por su paciencia, contempló a su nueva nación y exclamó:
—La magia que me mantenía exiliada, ¡HA MUERTO! ¡NARNIA ES NUESTRA!
En nuestro mundo, el árbol que Digory había plantado, caía a merced de las sierras, mientras el vasto ejército de la bruja, armado hasta los dientes, ya cruzaba el páramo de Ettin.